José
Ramos Bosmediano, educador, miembro de la Red Social para la Escuela Pública en
las Américas (Red SEPA, Canadá), ex Secretario General del SUTEP (Perú)
Como parte de las
teorías pedagógicas pragmatistas, operativas y competitivas que han impuesto y
difundido las reformas educativas neoliberales en Latinoamérica, de contenido
productivista que toma prestado la palabra “calidad” del mundo empresarial, se
han venido aplicando evaluaciones estandarizadas como instrumentos de exclusión
para aquellos estudiantes, cuyas condiciones económicas y sociales están en
desventaja con las de grupos minoritarios provenientes de ámbitos familiares y
sociales privilegiados. Estas evaluaciones, a su vez, son utilizadas, donde las
aplican, para evaluar también el nivel profesional de los maestros de aula y de
la capacidad de atracción de las escuelas.
La consecuencia: estudiantes “buenos” y estudiantes “malos”, profesores “aptos”
y profesores “ineptos”, escuelas “de excelencia” y escuelas “atrasadas”. Esta concepción de la evaluación no tiene en
cuenta las condiciones económicas ni sociales sobre las cuales se erige la
escuela, el desempeño de sus maestros y de sus estudiantes. Es una evaluación que sirve únicamente para
promover a una supuesta élite de “superdotados”, por un lado, y otro grupo de
“fracasados”, por otro. Los chilenos,
especialmente los estudiantes y maestros que hoy luchan sin cuartel, saben del
resultado final de esta peregrina teoría de la pedagogía de la evaluación
escolar. ¿Estarán luchando los
fracasados? No. Los fracasados están
reprimiéndoles en defensa de su propio fracaso.
Evaluar
para enseñar
Para la pedagogía
moderna, desde que esta surgiera entre los siglos XVII y XVIII, la evaluación
escolar ha servido, principalmente, para comprobar el avance en el proceso de
la formación de los niños y jóvenes en la escuela, formación integral y siempre
en desarrollo; verificar los problemas que van surgiendo y resolverlos para
completar los objetivos trazados en la formación de capacidades cognoscitivas,
afectivas, culturales, conductuales y prácticas, lo que el profesor requiere
para mejorar métodos, técnicas, procedimientos y estrategias didácticas. Que en
muchos de nuestros países latinoamericanos haya sido distorsionada la
evaluación escolar hasta convertirla en un instrumento de castigo y premio y de
medición exagerada de la memoria, se explica por el carácter atrasado de
nuestros sistemas educativos.
La evaluación se
entiende y aplica mejor cuando se la concibe como parte de la metodología de la
enseñanza y, por tanto, parte indesligable del currículo y su plan de
desarrollo. No como un corte abrupto de
este que significaría una parte diferente e independiente de todo el proceso de
la enseñanza-aprendizaje. Dime cómo evalúas y te diré cómo enseñas, podría
decirse, pues no pocas veces hemos convertido a la evaluación en un acto de
“rendición de cuentas” totalmente ajeno al proceso total, convirtiéndole en una
especie de “juicio” para los
estudiantes, como son aquellos exámenes de ingreso a las universidades a las
cuales asisten miles de egresados de la secundaria después de haberse preparado
en las academias pre universitarias, generalmente por más de un año de “nueva
secundaria”. Esta evaluación en
educación primaria y secundaria, en lugar de ser superada, se ha venido
imponiendo cada vez más bajo la presión de la pedagogía de las competencias en
determinadas áreas que hoy se han
convertido en las privilegiadas para la medición de los llamados “logros del
aprendizaje”, según los parámetros “internacionales” de la prueba PISA.
Pero en los últimos
años en el Perú se vienen aplicando evaluaciones para el ingreso a la educación
secundaria, no obstante la inexistencia legal de esta vieja práctica, abolida
en la década de los años 60 del siglo pasado, cuando por el paupérrimo
desarrollo de la educación pública y una rudimentaria pedagogía de la enseñanza
en el Perú, los niños que concluían la educación primaria tenían que “postular” a la
educación secundaria a través de un “examen de ingreso”.
Ya no solamente por
la pobreza, sino por una supuesta incompetencia, cientos de miles de niños se
convertían en candidatos para engrosar las filas de los semianalfabetos.
Esta aberración
pedagógica pretende justificarse por la existencia de una gran demanda de
matrícula en ciertos colegios de educación secundaria, cuyo prestigio, muchas
veces marcado por su tradición en una ciudad, “Guadalupe” en Lima, “Sagrado
Corazón” y “CNI” en Iquitos, “San Juan” en Trujillo, “San José” en Chiclayo,
etc. Los responsables de la dirección
pedagógica y administrativa de los colegios que optan por el sistema de ingreso
mediante evaluación previa de los niños, no encuentran, al parecer, un
procedimiento de matrícula más adecuado para no formar en los niños que no
ingresan en seres frustrados por su “incompetencia” frente a otros que
supuestamente “saben más” que ellos. Y
aunque se diga que es solamente un procedimiento para cumplir con la cuota de
vacantes, lo que se está promoviendo, en realidad, es el espíritu elitista de
la educación, ya muy acentuado con las denominaciones de “Colegio Mayor” y
“Colegios Emblemáticos” que impusiera el gobierno aprista, dejando a los demás
centros educativos con la denominación de “Instituciones Educativas”.
Evaluar
para promover
¿Se puede evaluar a
los estudiantes que ingresan al primer grado de educación secundaria? Por
supuesto que sí, y no solamente se puede, sino que se debe evaluar. Conocer cuál es el nivel de conocimientos y
capacidades que poseen los estudiantes
que se matriculan para iniciar sus
estudios de secundaria es de gran utilidad para planificar el desarrollo
curricular correspondiente, tomando en cuenta los vacíos y generando un proceso
inicial de recuperación académica que permita, en el más breve plazo,
desarrollar las nuevas capacidades del primer grado.
Es una evaluación
(en los años 70 del siglo XX se denominaba “evaluación de entrada”) que no
califica a los niños. Solo busca detectar
qué parte de los conocimientos y capacidades requieren ser recuperados
previamente. Los estudiantes deben ser
informados de aquellas deficiencias encontradas sin la necesidad de
personalizarlas, sin generar en ellos sentimientos de “superioridad” o
“inferioridad”.
Esta evaluación es
un instrumento que ayuda a promover, en estudiantes y profesores, un mejor
desempeño. En los estudiantes, para
ingresar a situaciones de aprendizajes más favorables que eviten las trabas
frente a los nuevos conocimientos. En
los profesores, facilitando su desempeño para promover un mejor aprendizaje del
grado correspondiente.
Superar
el caos en nuestro sistema educativo
Lo que viene
ocurriendo con el sistema de ingreso a la secundaria en algunos colegios del
Perú, al margen de las normas que obligan a la matrícula escolar sin taxativas,
es, apenas, uno de los elementos del caos que impera en un sistema educativo en
profunda crisis. Desde una visión de la crisis del país y del sistema
dominante, es un reflejo, en el terreno educativo, de las relaciones sociales
marcadas por las irracionales leyes del libre mercado: hacer lo que se
considera más conveniente para ciertos sectores. Si al ex Presidente García le convino, para
sus objetivos demagógicos, crear un “Colegio Mayor” y decenas de “Colegios
Emblemáticos”, por qué no a ciertos directores y padres de familia no les
parecería “mejor” imponer el “examen de ingreso” en su respectivo centro educativo.
Es en suma, una
concepción y un procedimiento antidemocrático, totalmente alejado de la pedagogía al servicio del derecho a la
educación pública gratuita, universal e integral.
La superación de
estos problemas requiere un nuevo proyecto de educación para el Perú, lo que no
estamos notando en la agenda del nuevo gobierno.
Iquitos,
octubre 18 del 2011
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