miércoles, 12 de octubre de 2011

José María Arguedas, arquetipo de peruanidad.

Prof. J.L. Cerna Cabrera
Especialista de E.I.B. DREC

Hasta antes que José María Arguedas NO se puede afirmar que en el Perú existió una literatura auténtica, o mejor, una LITERATURA AUTÓCTONA. Si bien, ya había escrito Garcilaso de La Vega los inmortales Comentarios Reales de los Incas; pero esta obra –tanto por el fondo como por la forma– tiene mucho de mestiza. No se puede, sin embargo, discutir acerca de la extraordinaria belleza de semejante obra escrita en lengua hispana.

Luego tocará el tema indígena el autor de los inmortales Yaravíes, nuestro gran Mariano melgar, prerromántico por excelencia; pero jamás pudo abordar el tema con la profundidad con que lo hace el amauta José María Arguedas, que ya se perfila como un escritor universal, cual Vallejo por su humanismo y su profundidad.

Surgirá después José Santos Chocano, que se anuncia y autoproclama el “Cantor de América”; pero siempre tocará el tema desde afuera, y no desde adentro como nuestro excelso autor bilingüe –el único en su género–. Aunque algunos poemas Ahí, no más, Quién sabe…, o el propio Blasón, cuyos versos aún hieren nuestros tímpanos por su conmovedora musicalidad, estén bañados de un muy ponderado indigenismo.




Por otra parte, no podemos negar la importancia de los Cuentos Andinos y los Nuevos cuentos andinos de Enrique López Albújar, o la obra más representativa de Ventura García Calderón, La venganza del cóndor. Sí blandieron el tema del aborigen; pero solo nos pudieron presentar a un indio lleno de temor, de odio, de rencor y hasta de lleno de vicios. Es decir, han falseado la verdadera dimensión de este sencillo hombre andino que, pese a la Reforma Agraria que diera Juan Velasco Alvarado en la década del 70, prosigue explotado, marginado, despreciado y muchas veces hasta ignorado. Por eso, José María Arguedas nos presenta al indio que ama, que se solidariza, que es capaz de demostrar su coraje en acciones más colectivas como la construcción de una carretera en veinte días desde Puquio hasta la costa, en una faena en que participaron diez mil indios trabajando casi las veinticuatro horas del día, con el fin de demostrar a los señores del pueblo que ellos también eran capaces de realizar grandes hazañas. Eso es ser grandes, esos actos llegan a la cúspide del heroísmo. ¿Queremos más? Allí lo tenemos al propio José María Arguedas batiendo el récord de los veintes en el Colegio “San Luis Gonzaga” de Ica, por encima de todos sus compañeritos costeños. Allí está el músico, el danzante, el narrador, el cantante, el gran alumno y maestro José María Arguedas.

José María Arguedas nos presenta al indio, no como ladrón, asesino, haragán o vicioso, sino como un dechado de laboriosidad, amor tierno, sincero y profundo, como el que profesa el niño Ernesto, ya a Justinacha (aunque ese amor se torne inalcanzable), o ya a los animales (a los terneritos), aunque pertenezcan a don Froilán, el hacendado. También nos presenta al indio lleno de coraje cazador del cóndor en las ríspidas cordilleras, o enfrentándose al toro bravo, en Yawar Fiesta. En ese mismo sentido, cómo no nos vamos a llenar de asombro frente al danzante de las tijeras, aquel hombre que danza hasta el cansancio, e incluso hasta encontrar la muerte, como ocurre en La agonía de Rasu Ñiti. Así es el arte indígena, con sus acrobacias, su incansable plasticidad corporal, en fin, con la demostración de su indolencia física al traspasarse la piel con clavos, o tragarse un sapo entero aunque tenga que ensangrentarse la garganta.

Pero, vayamos a ver y a escuchar lo más bello: su música folklórica, esa incorporación al mundo andino de los conocidos instrumentos occidentales de cuerda (la guitarra, el violín, el arpa y el charango) para animar sus reuniones familiares y comunitarias. Ya lo vemos, ya lo escuchamos al propio José María Arguedas tocando su guitarra y cantando sus carnavales de Tambobamba, o de Querobamba, o a su gran amigo, Máximo Damián Huamaní, tocando Coca Quintucha en su insuperado violín. Y en otra faceta nos admiramos al ver y escuchar a otro gran amigo suyo, Jaime Guardia, y su diminuto y jamás igualado charango, contrastando con su gran corpulencia de hombre pausino, ayacuchano. Y cómo poder olvidar al Dr. Raúl García Zárate con su prodigiosa guitarra, que casi habla en las manos del experto maestro. También a Edwin Montoya, “El Puquiano de Oro”, con el elegíaco y filosófico huaino quechua Arguedasninchik. Esta es la verdadera riqueza del Perú, de la que debemos sentirnos cada vez más orgullosos. Solo a la lectura de Arguedas empezamos a conocer el Perú en su verdadera dimensión, es decir, a conocerlo en cuerpo y el alma; solo así correremos presurosos a recuperar y reafirmar nuestra identidad, nuestro autoconcepto y, finalmente, nuestra autoestima.

Este año 2011 ha sido denominado oficialmente por el actual Gobierno: “Año del Centenario de Machu Picchu para el Mundo”; pero debemos añadirle una denominación intelectual –es decir, académica, literaria, lingüística, histórica, étnica, antropológica y social– para que complemente aquella denominación que solo busca márquetin. Debería haber sido también: “AÑO DEL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS”, pues, el excelso escritor nació en Andahuaylas (Apurímac) el 18 de enero de 1911. Consecuentemente, todos los peruanos de ayer de hoy y de siempre debemos hacernos una promesa interior, personal, ¿Cuál? La de leer todo el año y todos los años las obras del más grande escritor quechuahablante del Perú. Leamos también en nuestras casas, principalmente ante los que no saben o no quieren leer. Leamos: Warma kuyay, Agua, Los escoleros, El sueño del pongo, Diamantes y pedernales, La agonía de Rasu Ñiti, Yawar fiesta, Ríos profundos, Todas las sangres, El Sexto, El zorro de arriba y el zorro de abajo, Cuentos y cantos quechuas, El lagarto, etcétera.

Finalmente, si queremos conocer la geografía (el cuerpo) y la historia (el alma) del Perú, es decir, si queremos recuperar nuestra identidad y amar verdaderamente a nuestra Patria, botemos a un lado todo atisbo alienante, extranjerizante, y sigamos de manera inexorable la senda que nos trazó José Carlos Mariátegui: “Peruanicemos al Perú”. Solo así podríamos decir en voz alta con nuestro escritor que hoy nos ocupa: YO NO SOY UN ACULTURADO; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz, habla en cristiano y en indio, en español y en quechua.”

Cajamarca, setiembre de 2011

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