José Ramos Bosmediano, educador, miembro de la Red Social para la Escuela Pública en América (Red SEPA, Canadá), ex Secretario General del SUTEP.
El discurso presidencial de Fiestas Patrias en el Perú (28 de Julio) ante el Pleno del Congreso Nacional, es una obligación constitucional. Casi un ritual para dar cuenta de lo hecho por el gobierno y establecer lo que ha de hacerse en el resto de lo que queda del mandato gubernamental, que en este caso del segundo gobierno aprista, llega hasta julio del 2011, año en que el mensaje presidencial le corresponde al gobierno elegido ese año, ante el nuevo Congreso.
Pero no es solamente un ritual constitucional. Es un hecho político en la medida en que la intencionalidad del mensaje es convencer del desempeño positivo de los gobernantes de turno y de sus obras, por un lado y, por otro, generar optimismo en el desempeño del futuro inmediato.
Todos los discursos presidenciales en el Perú republicano se han orientado, principalmente, por la autocomplacencia de lo hecho y lo por hacer. El análisis de la realidad concreta ha estado ausente, así como la autocrítica no ha pasado de un golpe de pecho apelando a la trillada frase de “errores cometidos” sin especificar cuáles y sin explicar su contenido causal. A lo sumo, la enumeración de obras físicas y de las que se harán en el tiempo que queda. Sin embargo, el presidente se esmera en atacar, directamente o de soslayo, a sus opositores ideológicos, pues para sus afines no hay ninguna referencia crítica.
En el caso que nos ocupa (el discurso que pronunciara el Presidente Alan García el 28 de Julio) se ha ajustado, en lo fundamental, a lo que siempre ha ocurrido en el Perú: la demagogia y la autocomplacencia, el optimismo de la realidad y el pesimismo del ideal, convertido éste en la ingenua creencia o interesada actitud de confianza en la intangibilidad del sistema imperante que solamente requiere de algunos cambios para producir un futuro de “justicia social”. Ese futuro de “justicia social”, que Alan García denominó “futuro diferente”, carece de una visión científica de la realidad peruana, que no es para el optimismo. El “futuro diferente” del presidente García se encharca en el mismo sistema capitalista que ha creado la realidad actual del Perú que aquél no puede auscultar con objetividad. La “gran trasformación” de la que hablaba el Haya de la Torre en su fase reformista y que luego abandonó, se ha convertido en mera comparsa de la economía de libre mercado.
Quienes, antes del 28 de julio, han venido haciendo propuestas que el Presidente debiera de abordar en su discurso, también carecen de objetividad porque, en el fondo, consideran viable los cambios indispensables para “profundizar la democracia” y hacer frente al neoliberalismo, ¡con el gobierno aprista y toda la derecha neoliberal coaligada! Después del discurso, los críticos y “analistas”, algo decepcionados por no escuchar lo que quisieron, se dedican simplemente a enumerar los elementos positivos y los negativos, reclamando por las “omisiones”. Algunos de ellos, como quien ofrece sus servicios al mandón de turno, establecen algunas condiciones para el cumplimiento de las propuestas del presidente, como si éste fuera un ingenuo como para entregar sus herramientas demagógicas a personas que no sean de su entera confianza.
Con estas consideraciones, abordaré el tema del discurso presidencial y la realidad política del Perú, a partir de aquella célebre frase de José Carlos Mariátegui, “pesimismo de la realidad, optimismo del ideal”, que en Alan García es al revés.
El contexto de crisis de la sociedad peruana.
Por donde se mire al Perú, la crisis histórica heredada del colonialismo español y que la administración republicana no ha podido resolver, sigue intacta en sus contenidos fundamentales.
El problema de la soberanía nacional, la formación de una nación independiente, han quedado archivadas en la escritura de las tantas constituciones, desde el Estatuto Provisorio que promulgara don José de San Martín en 1821 hasta la espuria Constitución de 1993 impuesta por la corrupta dictadura fujimontesinista. Los grandes rubros de la economía nacional (la gran minería , el gran comercio, los servicios básicos, el transporte aéreo y marítimo, las grandes obras de infraestructura vial, la exploración y extracción de hidrocarburos) se encuentran bajo el control mayoritario de las transnacionales; y las decisiones sobre políticas macroeconómicas están condicionadas por los organismos internacionales como el FMI y el Banco Mundial, a los que hoy se unen los TLC que condicionan mucho más nuestra economía a los intereses del capitalismo mundial globalizado. Todos los condicionamientos extranjeros de nuestra vida nacional en el siglo XIX se han prolongado al siglo XX y continúan en este siglo XXI, cambiando, en algunos casos, las formas y los protagonistas, pero no el contenido de subordinación a que estamos sometidos.
Las grandes desigualdades sociales y culturales, que tienen su base en las desigualdades económicas, no solamente se han mantenido, sino que se han profundizado, principalmente en los últimos 20 años de predominio neoliberal, cuya lógica es elevar la tasa de ganancia del gran capital y reducir los salarios de los trabajadores, extendiéndose las diferencias hacia los demás sectores oprimidos de la sociedad: desocupados, campesinos, población excluida, en general, del funcionamiento de una economía de mercado neoliberal.
El Perú camina a la deriva. La planificación de la economía y la construcción de un proyecto nacional de desarrollo han estado y están ausentes en el manejo del Estado. Los únicos que planifican en el Perú son los grandes empresarios en función de sus objetivos estratégicos. El Estado peruano no hace sino adecuarse a esta planificación empresarial privada para programar las obras y las inversiones que faciliten el funcionamiento de los intereses privados. En el mejor de los casos, el Estado peruano reduce sus competencias y funciones a las pequeñas obras públicas que tienen escaso impacto en la economía nacional y en la vida de los peruanos.
La situación de la educación y la salud se explican por lo anterior. Ante la ausencia de un proyecto nacional de desarrollo, es impensable una educación que corresponda a ese desarrollo, al igual que un servicio de salud compatible con las necesidades de los peruanos, sin las diferencias que se han venido acentuando con el proyecto neoliberal y sus orientaciones privatizadoras.
El producto de la crisis histórica de la sociedad peruana, del Estado y sus instituciones fundamentales, es un conjunto de manifestaciones cada vez más alarmantes: la delincuencia organizada y armada, incluyendo elementos de las fuerzas policiales como componentes de las bandas; la corrupción generalizada en el manejo de las instituciones del Estado; una conducta colectiva complaciente con la corrupción a cuenta de “las obras” del gobernante o funcionario corruptos; la administración de la pobreza y su encubrimiento a través del asistencialismo-clientelismo desde el Estado y desde los empresarios que utilizan sus “donaciones” para crear su propia imagen de empresarios con “responsabilidad social”, nueva versión de la “filantropía” de la vieja oligarquía peruana. Por donde se mire, estas manifestaciones corresponden a un país donde una minoría tiene mucho frente a una mayoría que carece de los ingresos y los servicios mínimos necesarios para una vida digna.
¿Está cambiando esa realidad en los últimos 20 años de administración neoliberal? Si decidimos denominar cambio social al conjunto de obras que los gobiernos suelen realizar como parte de sus responsabilidades ordinarias, sin hacer variar las relaciones sociales de desigualdad imperantes, la respuesta puede ser positiva. Pero si por cambio social se entiende –como debe entenderse- el cambio de rumbo de una sociedad, la respuesta es negativa. Los gobiernos de Augusto B. Leguía (su “Oncenio”, 1919-1930) y de Manuel A. Odría (su “Ochenio”, 1948-1956) han sido pródigos en obras públicas pero no produjeron cambio social alguno, lo que también ha ocurrido con lo realizado por la dictadura de los años 90 del siglo XX (fujimontesinismo).
El sector más oprimido y marginado de la sociedad que por primera vez tiene un camino, una carretera, una posta de salud, etc., tiene una percepción positiva desde el punto de vista de sus intereses inmediatos, sin proyectarse al futuro para superar los problemas fundamentales del Perú, pues, para esos compatriotas, el conocimiento de la realidad, de su realidad, se reduce a lo sensorial de lo inmediato. Este comportamiento es aprovechado por la política criolla peruana con fines demagógicos y de lucro, proyectando su concepción alienada a la población que manipula con los denominados hoy “programas sociales” (FONCODES, PRONAA, JUNTOS, etc), programas que el Banco Mundial ha impuesto en casi todos los países latinoamericanos, con otras denominaciones pero con los mismos objetivos: compensar los desastrosos efectos sociales que producen las políticas neoliberales y frenar, al mismo tiempo, la capacidad de lucha de los sectores oprimidos.
La realidad del Perú como sociedad y país, tal como es, no puede sino generar un rechazo (pesimismo) en quienes pretendemos, verdaderamente, cambiarla por una realidad que hay que construir y que es posible a partir de las potencialidades humanas y naturales (optimismo). Para los intereses de las clases dominantes y sus fuerzas políticas en el Perú actual, esta realidad debe mantenerse; y si hay que hacer cambios, estos no deben alterar las vigas maestras del funcionamiento del sistema económico-social imperante. Bajo ese esquema invertido conciben y actúan con políticas económicas, sociales y culturales; enfrentan los períodos de crisis con medidas coyunturales y responden a las exigencias populares con represiones físicas y judiciales, como viene ocurriendo en estos años con la judicialización y penalización de las protestas laborales y populares (Decreto Legislativo No. 982).
Un lúcido intelectual, el escritor Carlos Meneses, no podría ser más explícito y contundente para definir al Perú de hoy: “Lo veo peor que antes, ha hecho un viaje a la pobreza. El Perú en lo que no ha acertado nunca es en tener un buen presidente, en casi doscientos años de vida republicana. Me cuesta trabajo creer que el Perú a causa de eso desaparezca. Me pongo en el otro plano y no sé qué pasará, creo que frente a la grave situación peruana, debe haber una toma de conciencia de los intelectuales porque los políticos han fracasado” (La Primera de Lima, 01 / 08 / 2009, Entrevista UN VIAJE A LA POBREZA, pp. 12-13). Aunque la última afirmación de la cita sólo apela a la responsabilidad de los intelectuales, su pesimismo de la realidad tiene suficientes fundamentos como para desmentir las displicentes afirmaciones de un presidente típico de la república criolla, como es Alan García Pérez.
En este contexto, resumido también por el historiador Heraclio Bonilla (ver: “La trayectoria del desencanto / El Perú en segunda mitad del siglo XX. Fondo Editorial del Pedagógico San Marcos. Lima. 2009, pp. 193-207), el presidente García Pérez planteó, durante la campaña electoral del 2006, un plan de gobierno de “cambio responsable”, cuyo contenido fue muy bien interpretado por los empresarios y toda la derecha neoliberal, cuyo apoyo fue determinante para su triunfo electoral en la segunda vuelta. Y así como en su primer gobierno, con un discurso teñido de liberalismo radical, sólo se dedicó a administrar la crisis sin ningún proyecto coherente de transformaciones, en este segundo gobierno se convirtió en el mejor testaferro del programa neoliberal, tratando de avanzar más allá de lo hecho por su antecesor Alejandro Toledo, en cumplimiento de las “reformas estructurales de segunda generación” para seguir “modernizando” el Estado, es decir, adecuarlo mejor a los requerimientos del TLC firmado con Estados Unidos y seguido por otros con el gran capital extranjero.
El camino elegido por el segundo gobierno aprista es el que ha marcado la tónica, el método y los contenidos de su reciente mensaje residencial. Como lo ha señalado el escritor Julio Ortega (La República de Lima, Entrevista, 29 / 07 / 2009, p. 6), el jefe aprista ha ofrecido un “menú de todo”, una especie de mixtura programática para dar la impresión de servir la mesa a todos.
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